Había tenido varias citas con este cliente, un hombre muy inteligente, informático; siempre muy amable y educado. Tenía una linda familia según me contaba y amaba a su esposa pero visitaba a escorts con regularidad, al parecer en la cama nupcial era muy reservado, siempre respetuoso de las convenciones sociales, sin mostrar demasiado, sin pedir lo indebido.
Sin embargo, pensamientos lujuriosos de cuerpos sudorosos entre sábanas blancas, fantasías impronunciables acaecidas en dimensiones paralelas le quitaban el sueño y como dejándose llevar terminaba a veces en páginas de anuncios llenándose la pupila de imágenes sexuales, llamativas, como el que asiste a un gran banquete y se pregunta por el sabor de tal o cual platillo, finalmente siempre terminaba contactando con alguien y cumpliendo sus deseos en una cita furtiva.
A sabiendas de mi gusto por la lectura siempre aderezaba nuestras citas con un párrafo corto de algún libro ya sea de poesía, filosofía o narrativa que según me decía le había hecho pensar en mí o quería saber mi apreciación del tema. Pero él deseaba ir más allá.
Hubo una cita especial del libro Delta de Venus de Anais Nin que encendió su instinto de una manera insospechada.
-Ella no podía mirarlo como él la miraba a ella, pues sus ojos estaban empañados por la violencia de sus sensaciones. Cuando lo miraba, se sintió de nuevo impedida, por una fuerza magnética, a tocar su carne, con la boca o con las manos o con todo el cuerpo.
Se restregó contra él con lujuria animal, disfrutando de la fricción…
Cada palabra era como un corrientaso de electricidad que le recorría desde el oído, pasando por su espalda, sus brazos, su pecho y se concentraba con fuerza en su miembro volviéndolo deseoso, pidiendo placer a gritos. Tanto tiempo de ser un esposo abnegado y dedicado, incluso de auto censurarse de mirar porno en su hogar le había dotado de una gran imaginación y podía ver con claridad en su mente cada escena mientras iba siendo relatada, podía sentir en la punta de los dedos las pieles que el protagonista de la historia recorría, oler el almizcle en la nuca de una nueva amante, transportarse a épocas lejanas y maravillarse especialmente con la posibilidad de tener un espacio donde nada le era negado, donde podía saciarse de placer y conocer muchos cuerpos.
Luego de tan maravillosa sensación me embistió con voracidad, la lujuria le brotaba de los poros, un niño en una dulcería no habría sido tan feliz como su lengua recorriendo mi cuello, luego de lamer mis pechos y sentir la dureza de mis pezones su deseo por una penetración más potente le invadió y me giró en un solo movimiento regocijándose en la vista de mis nalgas, decidió lamer mi vulva hundiendo su nariz en mi trasero, su saliva y la miel de mi vagina se escurría por mis piernas, yo le mostraba mi sexo para que se saciara.
Él se tocaba el miembro frenéticamente mientras lamía mi vulva hasta que la ansiedad lo llevó a penetrarme con fuerza, me tomó de la cintura y se impulsaba para hacerlo profundo, se le escapaban sonidos guturales de la garganta, los brazos y el pecho se le hinchaban, su cuerpo se volvía más corpulento, más violento.
Sus dedos buscaban asirse en mis caderas, su cuerpo sudoroso y exhausto se precipitaba a un orgasmo, que tenía la fuerza de una explosión atómica, de un volcán en erupción de un asteroide en ruta de colisión.
Dios miraba con el rabillo del ojo cuando la verga erecta de este hombre despilfarraba ambrosía en pulsiones celestiales y él lo sintió, supo que estaba en el cielo, que los planetas se alinearon y que la muerte podía ignorarse en ese espacio.
Su carne se desplomó sobre mí, la potente bestia se arrulló entre mis piernas y disfrutó del éxtasis cuanto pudo antes de volver.
Entre el idilio me pidió que en la próxima cita yo trajera una lectura, mi favorita y que vamos a re crear cada una de las escenas.
La siguiente vez que nos vimos comencé diciendo algo como:
-“Observó las arrugas en su falda y las motas de polvo en sus sandalias. Sintió que Pierre se daría cuenta, si hacían el amor, de que la esencia de Jean brotaba junto con su propia humedad…”
Komen